Cisneros y Nebrija frente a frente

Por Teresa Jiménez Calvente

En esta conferencia, titulada ‘Cisneros y Nebrija, frente a frente’, la filóloga e investigadora Teresa Jiménez Calvente, especialista en el campo de la cultura y la literatura escrita en latín durante los siglos XV y XVI en España, trató de explicar los puntos en común y las divergencias de estos dos grandes personajes históricos.

La conferencia magistral que a continuación transcribimos fue pronunciada con motivo de la “Annua Commemoratio Cisneriana”, que homenajea al Cardenal Cisneros.

Teresa Jiménez Calvente

Es difícil, pero el esfuerzo merece la pena, tratar de averiguar cómo fueron en realidad los grandes hombres del pasado. Tenemos a nuestro alcance sus hechos, sus facta, pero pocas veces cabe ir más allá de la imagen transmitida por ellos mismos o sus allegados. El deseo de trascendencia obliga a los individuos a emprender una dura tarea: la de modular cada gesto y cada detalle; la de inventar incluso anécdotas verosímiles, que no siempre verdaderas, para acomodar su carácter al ideal humano que se han forjado en su mente o a la imagen que desean legar a la posteridad.

En el siglo XV abundan los ejemplos de grandes hombres que dejaron por escrito imágenes imborrables de sí mismos y de su entorno. Por ese motivo, el investigador y, en concreto, el filólogo se ve en la obligación de hurgar en los textos, leer entre líneas y aplicar el juicio crítico para ir más allá de los retratos literarios, siempre condescendientes y llenos de elogios. Este ejercicio requiere meticulosidad, constancia y conocimientos muy diversos (ya decía Hernán Núñez, profesor de esta casa allá por el siglo XVI, que el grammaticus ha de saber de historia, literatura, plantas, animales, minerales y manejarse con un largo sinfín de materias antes de abordar el estudio de los textos).

Este paraninfo en que nos hallamos y la fecha de hoy invitan a dirigir la mirada hacia dos personajes fundamentales de la segunda mitad del siglo XV y principios del XVI: Francisco Ximénez de Cisneros y Antonio de Nebrija, en cuyas vidas, que se nos han transmitido por diversas vías, vamos a adentrarnos para espigar algunos datos que nos ayuden a perfilar mejor la relación que ambos mantuvieron, una relación basada en el respeto mutuo, pero no faltaron desencuentros y discrepancias.

Por ser hijos de un mismo tiempo, ambos compartieron temores, creencias y aficiones; sin embargo, cada uno adoptó una postura diferente ante los desafíos de una época apasionante, la que marca el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna: el uno, Cisneros, se puso como meta convertirse en el perfecto hombre de Iglesia, de fe inquebrantable, empeñado en la renovación moral de la sociedad en que vivía; el otro, Nebrija, también se empeñó en cambiar la sociedad en que vivía, pero a partir de su pertenencia a una nueva clase social, la de los hombres de letras que, conscientes de su valía intelectual, quisieron transmitir esos conocimientos novedosos y desterrar, como dijeron algunos, la Barbarie tan largo tiempo asentada en Hispania. “Debelador de la Barbarie” es el título con que saluda a Nebrija el humanista milanés Pedro Mártir de Anglería en un episodio claramente ficticio fechado tras la toma de Almería en 1489. El italiano afirmaba haber visto entonces en las playas de Cádiz a una mujer, la Barbarie, desolada, inculta et balbutiens, quejosa de tener que abandonar las costas españolas junto con los moros vencidos: si ellos habían caído por mano de los Reyes Católicos; ella había sido víctima de Nebrija y su gramática.

Repárese en que el religioso y el gramático, pues así es como se autodefinía Nebrija, coinciden en algo esencial, en sus deseos de cambiar las cosas para favorecer la llegada de una nueva aetas, aquella que el entorno de los Reyes Católicos bautizó como Edad de Oro. A esta Aurea Aetas se refiere como un hecho incontestable Antonio Geraldini, un italiano al servicio de los monarcas españoles, en su discurso de obediencia al papa Inocencio VIII en 1486. Eso mismo repetirán otros muchos poetas, oradores y cronistas en sus obras escritas en latín o en romance. Pero esta conciencia de novedad o transformación, compartida por gran parte de la sociedad, no había nacido ex nihilo. Hay que remontarse, como poco, a la segunda mitad del siglo XIV: la peste negra del 48, el cambio de dinastía en la corona de Castilla en 1369, su desembarco en Aragón en 1412, y el afianzamiento del franciscanismo por toda la Península favorecieron el arraigo de una nueva espiritualidad que hizo suyas las ideas mesiánicas y providencialistas que habían recorrido Europa desde el siglo XIII. Pronto se hicieron moneda corriente las viejas profecías que anunciaban la llegada de un Monarca Universal, nacido en Occidente (esto es, en España), y vencedor del Anticristo, cuya aparición era inminente, tanto que san Vicente Ferrer, allá por 1412, pensaba que ya estaba aquí. Este es mundo que les tocó vivir a Cisneros y Nebrija, el de una etapa finisecular donde esperanzas y miedos se alternaron a partes iguales.

 Antonio de Nebrija cuidó mucho la imagen que iba a legar a la posteridad; por ello, no sintió reparos en embellecer algunos sucesos de su vida e incluso se atrevió a reírse, con fina mordacidad, de otros. Cuando en 1494 inserta una pequeña autobiografía en el prólogo de su Vocabulario español-latino, Nebrija cuela alguna “mentirijilla” con relación a su estancia en Italia; hacia allí partió tras cursar su bachillerato en Salamanca. El destino elegido fue Bolonia, el Colegio de los Españoles fundado en el siglo XIV por el Cardenal Albornoz. Según él, aquel viaje no era para cursar Leyes ni obtener rentas eclesiásticas, sino para aprender latines y traerlos de vuelta a España. Sin embargo, los documentos ayudan a matizar estas afirmaciones: en primer lugar, Nebrija no pisó suelo italiano con 19 años, como él asegura (eso supondría haberse marchado en 1463 y los libros de Bolonia consignan por primera vez el nombre de Nebrija en 1465); en segundo lugar, tampoco hay que creer a pies juntillas que su intención primera fuera la de aprender gramática, pues sabemos que llegó a Bolonia con una beca concedida por el cabildo de Córdoba para estudiar Teología. Esto se confirma igualmente con lo que, años después, decía el propio Nebrija en el prólogo de su Lexicon Iuris civilis, donde reconoce a su mentor, el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, que tuvo que abandonar la Iglesia porque melius nubere quam uri (“mejor casarse que quemarse”) o, dicho de otro modo, porque le atraían demasiado las faldas. Esa afición y sus nupcias con una dama salmantina le desposeyeron de las rentas eclesiásticas que habría obtenido de haber seguido por esa vía. En tercer lugar, tampoco permaneció en Italia 10 años, como él aseguraba, sino 5, los que van de 1465 a 1470, que es lo que recogen, una vez más, los libros boloñeses.

A partir de aquí, los datos vuelven a casar: una estancia de tres años al servicio del arzobispo hispalense don Alfonso de Fonseca y, tras su muerte, el retorno a Salamanca, donde durante 12 años ostentó dos cátedras (1475-1487).

No es baladí que, en este punto de su relato, Nebrija traiga a colación a san Pedro y san Pablo, cuyo ejemplo dice haber seguido a la hora de poner rumbo a Salamanca tras la muerte de Fonseca: si ellos habían optado por Roma, Salamanca era la Roma de los estudios en España; una vez tomada al asalto esa fortaleza, “otros pueblos de España vernán luego a se me rendir”. Con estas pequeñas intervenciones en su biografía, Nebrija ofrece de sí una imagen cercana a la del héroe, el cruzado o el santo, capaz de arrostrar grandes peligros y esfuerzos en pos de un saber que iba a poner a disposición de sus compatriotas. Su confesión va a más, y reconoce que el exceso de trabajo y su nutrida familia (tuvo 9 hijos) habían sido un obstáculo para cumplir con su ideal de una vida dedicada en cuerpo y alma al estudio, algo que solo había podido recuperar gracias al mecenazgo del Maestre de Alcántara, a quien está dedicado este Vocabulario al que nos hemos referido.

Meses después de aquella primera confesión, en la que igualaba la vida del gramático y la del predicador o santo, Nebrija vuelve a confesarse, aunque ahora ante la reina Isabel, para manifestar que, en lo sucesivo, iba a dedicar todos sus esfuerzos a las Letras Sacras. En este punto, quiero detenerme para poner en relación a Nebrija, que entonces tenía unos cincuenta años, con Cisneros, quien, según sus biógrafos, también había experimentado una profunda crisis espiritual rondando la cincuentena. Bien conocido es el periplo de don Gonzalo hasta entonces: formado en Salamanca, inició una prometedora carrera eclesiástica, en la que ascendió gracias a su enorme ambición, que lo llevó a denunciar al vicario de Uceda. Luego, ya asentado en Sigüenza, cuando gozaba del apoyo del gran cardenal Mendoza, su vida dio un giro inesperado, que hay que relacionar necesariamente con su afición por el estudio de las Sagradas Letras. Según uno de sus biógrafos más autorizados, Alvar Gómez de Castro, hacia 1480 Cisneros formó en Sigüenza una suerte de academia para el estudio de la Biblia, germen inicial de su ambicioso proyecto complutense. De forma inopinada, en 1484, solo cuatro años después de manifestar ese interés erudito por las Escrituras, Cisneros lo deja todo para ingresar en la orden de los hermanos menores en su rama más observante retirándose al convento de La Salceda, fundado tiempo atrás por el reformador franciscano Pedro de Villacreces. Allí adoptó el nombre de Francisco, un claro anuncio de sus intenciones, y se plegó a la observancia más estricta, que suponía una vida eremítica de pobreza, limosna y oración. El prelado se despojó entonces de sus ambiciones y ricos ropajes para vestir el áspero sayal franciscano, que desde entonces lo acompañó siempre.

 Que ambos personajes, Nebrija y Cisneros, decidieran dar un cambio radical a su vida a los cincuenta responde claramente al ideal del decoro, una auténtica regla de vida a la que nadie podía sustraerse entonces y cuyos modelos se encontraban en los libros antiguos y modernos. Este decorum obligaba, por ejemplo, a meditar sobre la muerte una vez cruzado el ecuador de la vida. Así lo hizo Petrarca, que abominó de su dedicación juvenil a los clásicos y cantó la palinodia: Cicerón había dejado de atraerle, porque con el caer de los años tocaba centrarse en el cultivo de la moral y la religión. Es más, el de Arezzo, para cuadrar vida y literatura, llegó a falsificar la fecha de una carta en que metafóricamente nos habla de la subida al monte Ventoux, imagen clara de la ascesis divina, que sitúa a los 32 años (fecha que remite a la edad de Cristo y, curiosamente, a la Alejandro Magno a su muerte), aunque en realidad Petrarca la escribió a punto de cumplir los cincuenta (1353).

 Sin duda, dado que ambos, el prelado castellano y el humanista andaluz, habían puesto sus miras en el escrutinio y comprensión de las Sagradas Escrituras, solo era cuestión de tiempo que coincidiesen y compartiesen esa afición, aunque cada uno desde su propia perspectiva: Nebrija, con el ardor combativo del gramático que reivindica su saber, se centró en desentrañar el significado exacto de algunos términos presentes en los textos sagrados. Para él se trataba de asumir el reto del “más difícil todavía”, pues se aventuraba por un terreno prohibido solo al alcance de los teólogos. Para Cisneros, la búsqueda de Dios pasaba por el conocimiento directo y preciso de la palabra divina, base esencial de la meditación y oración concienzuda. En su caso, estaba convencido de que ese conocimiento no solo le competía a él, sino al clero en general. En su opinión, que dejó expresada por escrito, la traducción de la Biblia era un imposible; por ello, solo cabía leer directamente la palabra de Dios en las lenguas en las que esta se había expresado: hebreo, griego y, por supuesto, el latín, lengua de la Vulgata, clave para cualquier acercamiento.

Con estas ideas en mente, revestido desde 1495 de la dignidad arzobispal por voluntad expresa de los reyes, Cisneros empleó dinero, esfuerzo y tiempo en ver cumplido su deseo. El instrumento elegido fue la universidad que fundó en Alcalá de Henares, concebida como un centro adelantado, puntero se diría hoy, para los estudios de Teología. Una vez más, el espíritu visionario de Cisneros se plasma en el magno proyecto asociado desde el principio a esta nueva sede: la edición de una Biblia Poliglota, que se concibe como un trabajo en equipo, y quiero recalcar la novedad de esta concepción: en aquella época, los grandes humanistas trabajaban en solitario y consideraban su labor, ya lo hemos visto en el caso de Nebrija, como un esfuerzo individual, heroico y salvífico. Sin embargo, Cisneros consiguió que sus colaboradores dejasen a un lado la vanidad y se afanasen en un proyecto colectivo cuyo fin era ofrecer un texto limpio, fiable y, lo que resulta más sorprendente, completamente desnudo de las glosas interpretativas que, por aquel entonces, solían acompañar las ediciones de las biblias. La Biblia complutense tenía por misión acercar a los lectores sin intermediarios al texto y, para ello, había que proporcionarles todas las herramientas posibles, como una gramática del hebreo, las traducciones yuxtalineales al latín de los textos hebraicos y griegos, y unos glosarios finales de nombres que conformaron el volumen sexto y último.

Los biógrafos de Cisneros y, en especial, Vallejo coinciden en que ese primer grupo de trabajo se formó hacia 1502 y afirman que Nebrija participó en él desde el principio. No cabe duda de que, una vez más, hay que precisar esos datos. En 1502, Nebrija estaba en Extremadura, con don Juan de Zúñiga. Si acudió a esa primera llamada, su implicación debió ser muy somera, porque, a la muerte de su mentor, el de Lebrija dirigió sus pasos a Salamanca, donde obtuvo una cátedra. Todo ello nos lleva a pensar que el compromiso definitivo entre Nebrija y Cisneros hay que retrasarlo a 1506, cuando el prelado se trasladó a Salamanca para resolver el problema sucesorio entre Felipe el Hermoso y su suegro, el rey Fernando. El gramático andaluz lo cuenta en una carta, donde narra cómo, en el transcurso de una cena, le leyó a Cisneros las primicias de una obra suya totalmente revolucionaria, tanto que había soliviantado a los teólogos salmantinos: se trataba de una miscelánea, un género desconocido en España, en la que se abordaba el estudio de cincuenta términos entresacados de las Sagradas Escrituras. Para ello, se apoyaba exclusivamente en la gramática: tan válido era un autor clásico para explanar un pasaje de la Biblia como la propia experiencia vital, a la que Nebrija recurre para explicar qué era un onocrotalus, un pelícano, que él dice haber visto con sus propios ojos cuando estaba en Bolonia. Aquel trabajo, que se titulaba Quinquagena, le había sido requisado por el inquisidor Deza (un dominico con el que Cisneros había tenido algún que otro roce).

Por ello, en recuerdo de aquella velada en la que Cisneros se había sentido muy entusiasmado con la labor de Nebrija, el gramático acude a él para pedir su protección y amparo ante las presiones del Tribunal de la Inquisición (hay sospechas de que en 1506 se le había incoado un proceso por su atrevimiento e impiedad). Sin pelos en la lengua, Nebrija escribe una punzante Apologia, publicada en Logroño en 1507, para defenderse de las acusaciones vertidas contra él, y se la dedica a Cisneros, que ya para esa fecha había sido nombrado Inquisidor General en sustitución de Deza. Nebrija se defiende con viveza y pide a Cisneros su apoyo para poder publicar su opúsculo, del que le remite una copia. La publicación de la Apologia puede, sin duda, marcar el inicio de la colaboración de Nebrija en el proyecto bíblico de Cisneros, que empezó a coger nuevos bríos a partir de 1508, momento en que abrió las puertas la nueva universidad. De hecho, Fabián de Nebrija, uno de los hijos del maestro, estuvo entre los primeros colegiales admitidos en el Colegio de San Ildefonso.

Sin embargo, había un problema de base: Cisneros quería un equipo que trabajase cohesionado, sin que se notasen las suturas. ¿Estaba dispuesto Nebrija a plegar velas y acomodarse a este método de trabajo, donde tenía que hacer lo que se le pidiese, renunciando a la libertad de la que había gozado hasta entonces? A los hechos me remito: Nebrija puso rumbo a Salamanca, donde siguió simultaneando sus clases y sus investigaciones que, de pronto, viraron hacia otros intereses: los números, los pesos y las medidas en la Antigüedad. Con todo, aquel desencuentro no supuso una quiebra, pues fue Nebrija quien recomendó a Cisneros invitar a Arnao Guillén de Brocar, el impresor más preparado para llevar a buen puerto aquel difícil proyecto editorial. Tenemos constancia de que Brocar se trasladó a Alcalá en 1511. Por esa fecha, llegó también el cretense Demetrio Ducas. Y los trabajos continuaron a buen ritmo.

Entretanto, Nebrija fue despedido y readmitido en la Universidad Salamanca durante el curso de 1509. Pero en 1513, cuando frisaba los 70, se presentó a la cátedra de Gramática, aquella en la que sus Introductiones Latinae eran el libro de texto y, para sorpresa propia y ajena, fue humillado y superado por un simple bachiller. Aquello fue demasiado y, quizás reconsiderando la invitación del Cardenal, puso rumbo primero a Sevilla, donde vivía su hija, y poco después a Alcalá, de donde ya no se movió jamás. Su orgullo le había llevado a afirmar que dejaba su alma máter para ocuparse del texto latino de la Vulgata; sin embargo, cuando llegó a su destino, los trabajos estaban ya demasiado avanzados y sus criterios no fueron tenidos en cuenta. Él no podía tolerar ese desprecio.

Nebrija no era ni un hombre fácil de trato ni un conformista, por lo que ni corto ni perezoso dirigió al Cardenal una epístola para exponer sus quejas y justificarse ante sus ojos. Hay que leer con cuidado esa carta para interpretarla bien, para comprender su alcance y casar lo que ahí se dice con el desenlace de la historia. En realidad, la sangre no llegó al río. Cisneros se rio de aquella rabieta y dejó que el maestro continuase con sus trabajos lejos de la Poliglota; sin embargo, hoy se comprueba que algunas de sus indicaciones dejaron huella en los glosarios insertos en el volumen sexto, aparecido en 1515, y en el texto latino de los volúmenes del Viejo Testamento, que vieron la luz en 1517.

 Durante aquellos años en Alcalá, Nebrija fue poco a clase. Según Huarte de San Juan, su memoria había empezado a flaquear, pero, a pesar de ello, trabajó, y mucho, en la edición de una serie de obras que engalanaron la imprenta alcalaína. Entre ellas, la tercera versión de su trabajo sobre el léxico bíblico, la Tertia Quinquagena, que vio la luz en 1516. Su actividad fue frenética en este campo e incluso, a su muerte, dejó inconclusos unos vocabularios sobre la Sagrada Escritura, que sus herederos retiraron de la universidad den 1523.

Como es bien sabido, Cisneros había muerto poco antes, en 1517, en la villa de Roa, cuando se dirigía al encuentro del rey Carlos. Sin embargo, durante el tiempo que ambos compartieron en Alcalá, el Cardenal solía visitarlo casi a diario para charlar con el maestro e interesarse por su salud. Algunos dicen que hablaban a través de una reja y que el Cardenal pedía a la mujer del maestro, doña Isabel de Solís, que no le dejase beber vino. Ciertamente, el Cardenal había asumido una nueva responsabilidad, la de alimentar y cuidar a aquel hombre porque, según dijo en una ocasión, solo deseaba pagarle “lo que le devía España”. Hoy, con este breve recuerdo a Nebrija y Cisneros, con la evocación de sus pláticas y sus risas (son varios los testimonios que indican que Nebrija, con su chispa y mordacidad, solía arrancarle al Cardenal alguna que otra sonrisa), queremos saldar, si eso es posible, una parte de la deuda que todos nosotros tenemos contraída con ellos. Muchas gracias.